A veces, llega un momento en la vida en el que necesitamos un cambio, o nos vemos abocados a ello por las circunstancias que sean. Es probable que tengamos ideas o proyectos en mente, o no, pero puede pasar que nos frene el miedo, o que este mismo miedo nos empuje a hacer alguna acción poco meditada. También puede pasar que este miedo esté ahí y asome demasiado a menudo, aunque no estemos en un proceso de cambio. Lo que está claro es que el miedo nos cierra posibilidades y nos condiciona en la actitud con la que nos enfrentamos ante dicha situación.

¿Qué es el miedo, de dónde viene? ¿Por qué nos influye tanto?

El miedo es una emoción primaria (como la ira, la alegría, la tristeza, el asco o la sorpresa, por ejemplo) que surge de forma automática ante determinados acontecimientos que nos alteran. Para el cerebro “automático” (inconsciente), que vela por nuestra supervivencia, el miedo significa que estamos en alerta. La sensación de miedo se activa por la percepción de peligro físico o psíquico. Nos anticipa una amenaza o peligro inminente. Su causa puede ser cualquier estímulo que la persona considere amenazante, o la ausencia de aquello que le proporciona seguridad. El sentido de esta emoción es el de protegernos de este algo “malo” que puede pasar. Para solucionarlo, nos produce cambios orgánicos (fisiológicos y endocrinos) para predisponernos a huir, o en otros casos defendernos, porque en los códigos biológicos arcaicos de supervivencia es lo que nos puede salvar.

En la naturaleza se produce igual, para que la presa huya o se defienda del depredador. Pura Biología. Pero, ¿en el siglo XXI seguimos así, tan primitivos? Pues sí, porque es un tema de supervivencia, y ahí manda el cerebro.  El problema está en que el peligro puede no ser real, sino que es cómo percibimos y vivimos determinada situación desde nuestra mente. Y si no lo gestionamos puede convertirse en un estado de ánimo y no en una emoción puntal. Entonces es cuando este miedo no nos protege de nada sino que nos conduce al victimismo, a la impotencia, a la desvalorización, a la ira, etc.

Así pues, no lo podemos controlar cuando surge, pero si podemos tomar consciencia de cuándo nos pasa, ante qué situaciones personales se activa, para aprender a gestionarlo. Aparte del miedo normal que sentimos ante situaciones reales de peligro, me refiero a aquellas que suponen un peligro en la realidad subjetiva de cada uno. Por ejemplo, puede ser miedo a fallar, al fracaso, a no ser suficientemente bueno en algo, al abandono, a expresarse ante los jefes, a relacionarse y ser excluido, al juicio externo, a no poder subsistir sin el soporte de alguien, a la enfermedad, a la muerte, etc.

 

Si una circunstancia determinada nos provoca miedo, cuando no tendría por qué, hay que ver qué experiencias o aprendizajes negativos relacionados con lo que nos pasa, ha grabado el cerebro a lo largo de nuestra vida. Y no solo esto, sino que puede haber improntas grabadas ya en el embarazo, parto, o primeros años de vida. Incluso podemos ir más allá, y ver en la vida de nuestros ancestros qué shocks o vivencias traumáticas desestabilizantes, que para el cerebro tienen relación con supervivencia, pueden tener un origen en lo que nos pasa.

La buena noticia es que se puede mejorar e incluso revertir, se puede llevar a la consciencia y trabajarlo para crear un cambio de percepción, de creencia, y un nuevo patrón de funcionamiento, o sea un nuevo circuito neuronal. Por suerte, el cerebro es plástico. Metodologías como la Desprogramación biológica, el Coaching, la Programación Neurolingüística, entre muchas otras, cada una actuando a diferente nivel, pueden ayudar en este proceso de aprendizaje y cambio.

Ahí os dejo una buena frase para cerrar este post de hoy. ¡Feliz semana!

“Hasta que no hagas consciente el inconsciente, este dirigirá tu vida y lo llamarás destino.” Dr. Carl Jung